Siempre ha habido personas que se sienten tan puras y buenas que no se dignan mezclarse con las que socialmente son malas o impuras. No sólo eso. Además, desde la altura de su justicia y perfección juzgan sin miedo y con acritud a todos los demás. Establecen las barreras que dividen a la sociedad entre buenos y malos y se sitúan en la puerta para determinar quiénes son los que pueden pasar en una dirección u otra.
En tiempos de Jesús también había personas así. Y Jesús, por supuesto, se situó rápidamente en el centro de su atención. ¡Jesús comía con los pecadores! Haciendo eso se volvía él mismo impuro. Ellos, los buenos, no podían tener ya trato con él. Mucho menos podían aceptar sus palabras como palabras que viniesen de Dios. Desde lejos le criticaban y murmuraban de él. Aquel Jesús no podía ser bueno.
Pero Jesús no se deja afectar por las críticas. Sabe que es el hijo del Dios de la misericordia. Sus acciones no hacen más que reproducir lo que Dios Padre haría si estuviese entre nosotros. En sus palabras y en sus actos Jesús nos revela el modo de ser de Dios. Por eso, Jesús no se enfada con los fariseos y letrados (¡a ellos se dirige también la misericordia de Dios!). Sólo les cuenta unas historias. Pero son historias con moraleja. Les hace ver lo ridículo de su actitud. Porque ellos mismos buscan con pasión la oveja perdida o la moneda que se les ha caído. Si eso hacen los fariseos y publicanos, cómo Dios va a dejar de lado a los pecadores que no son otra cosa que hijos suyos que se han perdido.
La parábola del hijo pródigo no hace más que retratar la actitud de cualquier padre de familia hacia su hijo. Más allá de las palabras, padres y madres sienten un amor y ternura infinitos por sus criaturas, también cuando ya han crecido. Y más por los que se han perdido lejos de hogar. A veces, como en la historia, surgen los celos entre los hijos. Por eso el padre le tiene que decir –y Jesús se lo decía a los fariseos y letrados– “Hijo, deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido”.
Hoy Dios nos ha entregado a nosotros este ministerio de la misericordia. Igual que hizo con Pablo, que fue perseguidor de los cristianos, blasfemo y violento, como él mismo dice en la segunda lectura. Pero Dios lo llamó –oveja perdida–, lo capacitó, se fió de él y le confió el ministerio de predicar: el misterio de la misericordia de Dios que llega a todos los hombres y mujeres pero, sobre todo, a los que están perdidos y a los que más sufren. Dios nos mira siempre con misericordia, aunque seamos un pueblo de dura cerviz (primera lectura). Así debemos mirar siempre a nuestros hermanos y hermanas y, como Jesús, acogerles siempre en nuestra compañía. Así seremos en el mundo testigos de la misericordia de Dios.