Hermanas y hermanos:
El Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, son tres personas distintas pero un solo Dios verdadero ¿O sea tres es igual a uno? ¿Cómo podemos resolver esta imposible ecuación? Muchas veces la gente se enfrenta ante el misterio en estos términos, pero no es el álgebra la que nos va a resolver el problema. Parece un juego de palabras y sin embargo es dogma de fe. ¿Entonces es un rompecabezas para alterar nuestra tranquilidad? ¿O es un enigma para desafiar nuestra mente como a San Agustín aquella tarde de verano en la ribera del mar? Conocemos bien la anécdota en la que un niño misterioso explica al santo que resulta más fácil vaciar el mar dentro de un pequeño agujero en la playa, que aclarar el misterio de la Trinidad.
1. Es más que todo eso. Dios es el amigo del hombre y se nos presenta como es, aunque el hombre no sea capaz de entenderlo. Dios llama al hombre hacia sí, lo acompaña y lo estará esperando hasta el día en que sea capaz de “encontrarse con Él cara a cara, sin velos, sin intermediarios”. Dios lo invita a participar personalmente en la realidad divina. El hombre, para realizarse como hombre, debe buscar la verdad de su vida, y sólo la podrá encontrar en Dios como su creador, como su redentor, como su santificador.
2. San Juan nos revela que “Dios es Amor”. Dios es la familia del Padre, del Hijo y del Espíritu que los mantiene plenamente unidos en el amor. Podemos decir que las tres personas divinas son un solo corazón y una sola alma como decimos de toda verdadera familia humana. Hay sintonía y empatía totales. Es el Espíritu Santo el Amor que infunde este espíritu de familia en el seno de la Santísima Trinidad y en el seno de nuestra familia en que hemos nacido.
3. Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza y quiere que también nosotros nos integremos en su unidad: «Que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros… Yo en ellos y Tú en mí, para que sean perfectamente uno» (Jn. 17,21-23). Estamos hechos para encontrarnos como hermanos, para comunicarnos como amigos, para vivir juntos como familia de creyentes, para amarnos como hijos de Dios. Si las “dimensiones” de la Santísima Trinidad son la donación, la comunicación y la comunión, también nosotros nos realizaremos a base de donación, comunicación y comunión.
Aprendamos a dar y a darnos, a compartir bienes y talentos, a vivir en solidaridad. A esto le llamamos “espíritu de familia”. Parece difícil aprender esta lección y, sin embargo, ¿no es verdad que «hay más dicha en dar que en recibir»? Sin duda, es más feliz el que da que el que acapara. Y, sobre todo, más fecundo. Aprendamos a abrir la mano y el corazón. Aprendamos a dar generosa y gratuitamente, sin pedir recompensa. Que así sea.